Hay muchas clases de vinos, según los años, según el color, según la uva….No os preocupéis no sé mucho de vinos y no pretendo tampoco dar una clase. Aunque no entienda de vinos, mi paladar no se encuentra vedado para reconocer un buen caldo, sobre todo uno de mis preferidos blanco y frío… espumoso y generoso. Nada hay comparable en la vida como saborear un buen vino con un buen amigo, ese vino de la hora plomiza de la tarde de domingo donde parece que el tiempo pesa colgado como el atardecer, o ese otro vino tinto saboreado entre las salsas agridulces de una comida… y es que el vino ya lo decían los antiguos alegra el corazón de los hombres, el vino crea por sí una cálida hermandad humana y una hipnótica orfandad divina que difícilmente puede provocar otro tipo de bebida.
Si recordamos cualquier episodio con el vino como compañero, se nos vendrá a la mente las propiedades de dicho caldo: la soltura lingüística, la fluidez mental, incluso en lenguas que no dominemos...se nos suelta la lengua, que somos más atrevidos, que decimos más cosas… todo esto nos ocurre a los especialmente foráneos en estas lides vinícolas.
Y es que en todo banquete que se precie es necesaria la cercanía de un buen vino. Algo de esto se viene intuyendo ya desde hace algún tiempo. No es de extrañar que en la antigüedad algo de esto sabía, y que por tanto, aparezca reflejado en los textos sagrados es normal y además frecuente. Así encontramos que los evangelios nos presentan banquetes nupciales y comidas también aparece este líquido mediterráneo como necesario e imprescindible. Jesús aparece en numerosas ocasiones también como acusado de banquetear de sentarse a compartir la mesa con todo tipo de personas. Y es que el contexto y el ambiente que puede generar un encuentro de amigos que se reúnen en torno a la mesa puede ser muy fructífero.
Las lecturas de este domingo nos hablan de vinos, de banquetes de bodas, de trajes de fiesta… ¿seríamos capaces de imaginar por un momento que el Señor nos prepara un gran banquete? un banquete para toda la humanidad, para todas las naciones, un banquete donde se rompe el velo de la diferencia y de la indiferencia donde todos somos iguales porque ha todos se nos han dado lágrimas para llorar y porque a todos vendrá el Señor a enjugarlas. Un banquete donde se sienten todos, los masivos y olvidados, los pequeños y masacrados, donde todos pudieran alzar la copa y hacer un brindis por la boda de la humanidad con Dios.
Mientras escribo me doy cuenta de cuán difícil es esta empresa… pero la Palabra nos invita también a soñar, a esperar esperanzados, a vivir amenazados por la invitación al banquete, a revestirnos de fiesta, a prepararnos para el gran banquete.
Tal vez sería necesario convivir y permitir una Iglesia embriagada de generosidad, de acogida, de alegría y cariño… una Iglesia que invita generosa y humilde, nupcial y sencilla, esperanzada y palpitante a todos los pueblos de la tierra al banquete. Como cuando tomamos un poco de vino.